


Autor: El Tackle a destiempo
Amaneció lluvioso, gris, inundado, vacío. El frío te calaba hondo y te hacía rechinar los dientes. Miraste para afuera y te pusiste a pensar, casi sin quererlo, en lo que habías hecho para estar ahí. En ese recinto que en otras épocas fue cuna de grandes jugadores de Pato, eximios jugadores de paleta y otros ciudadanos ilustres de Balcarce, ahora estabas vos, con la mirada perdida, los nervios a flor de piel y los músculos tensos.
Pensabas en lo que habías hecho, en las noches frías y lluviosas de un invierno que no dio tregua, cuando tenías que dejar tu casa, el estudio, la oficina, la familia, la novia, para ponerte los cortos (o los largos) e ir a entrenar. No pudiste ir siempre, es claro, porque sino serías Lomu, pero fuiste. Te costaba mucho, pero fuiste.
Te costaba entender los complejos ejercicios que allí se planteaban, porque tus neuronas habían quedado en la computadora, en los libros o en lo único en que podías pensar, que era en el próximo sábado. No fue un año parejo en cuanto a resultados, lo sabías, pero también sabías que los frutos del esfuerzo llegarían.
Con vaivenes deportivos, fuiste pasando el año hasta que llegaste a la semifinal del regional pampeano. ¿El qué? Ese torneo que se inventó para que todos los clubes de la zona, puedan medirse contra rivales externos a sus campeonatos locales y motivarse aún más queriendo ganarlo. Pero, ¿categoría C? Si, categoría C. Esa que indica que no sos el mejor pero tenés unos huevos terribles, porque seguís jugando y tirando para adelante. Esa que se usa para Champagne (como el rugby que caracteriza a los tres cuartos de Patos), Compañerismo, Compromiso, Campeón y tantas otras que hoy le dan vida a este Plantel. Si, categoría C.
Respiraste profundo y te vinieron a la mente flashes de la semifinal con Chivilcoy. Cancha colmada, de local. Vestuario escalofriante, emotivo y callado a la vez. Nervios. Esos primeros 20 minutos en los que no sabías a qué estabas jugando, ni contra quién y mucho menos con quién. Esas nubes grises que se fueron disipando y ese cielo celeste que fue abriendo. Como el partido. Cuando te diste cuenta que al lado tuyo (y afuera) estaban esos amigos tuyos que habías visto durante semanas entrenando, corriendo, tackleando con vos, todo pareció más fácil. Casi sin quererlo, se te fue el primer tiempo perdiendo, pero encontrado con tu juego, tu garra, tu corazón. Arrancaste el segundo tiempo cómplice del rugby y te diste cuenta que lo que había cambiado en vos había sido solo una cosa que dijo alguna vez un jugador: Sé parte de una máquina llamada equipo. Juega para él y él jugará para vos. Empezaste a divertirte con la pelota y a hacer divertir a tus compañeros. Fuiste generoso en la entrega y en el tackle. Fuiste para adelante sin importar quien estaba delante tuyo. Bajaste a cubrir la cancha cuando fue necesario y te desesperaste por la pelota perdida en un maul. Así ganaste el partido, jugando en equipo. En tu equipo. En ese equipo que te dio tantas satisfacciones y ahora, casi sin notarlo, te estaba dando una más.
Volviste en vos, con el estómago cerrado te subiste al colectivo que te llevaría a la gran final. Esperaste muchos años este momento y ahí estaba. Y ahí estabas vos. Y ahí estaban ellos: tus compañeros. Después de un largo viaje con escala a almorzar, llegabas a la cancha: el día ya estaba seco, el cielo despejado, el viento fuerte y el suelo inundado.
No importaba. O sí. Tenías que pensar en usar otro tipo de ataque y de defensa, pero no importaba, ya estabas ahí y nada podía cambiar eso. Respiraste profundo y te pusiste los botines. Ya los nervios eran totales, pero estabas tranquilo porque habías llegado ahí por tus propios medios: nadie te había (les había) regalado nada. El mismo equipo, las mismas caras, los mismos amigos. Qué importaba quién estuviera enfrente. Si para ellos era el partido de sus vidas, para vos era la vida misma hecha partido. Lo ibas a jugar como vivís: para adelante, siempre.
Y otra vez la misma historia: 20 minutos durísimos sin claridad en el ataque, pero con una defensa terrible. ¿Cómo se tacklea el viento? Era lo único que te faltaba: venía el pilar, lo tackeablas, venía el octavo, lo tackleabas, venía el centro, lo tackleabas, si llegaba a cruzarse el referi, el intendente, el obispo o Luciana Salazar, seguro los tackleabas. Estabas empapado de tanto estar en el piso, pero las ganas de llegar al ingoal contrario eran más fuertes. Empezaste a tener la pelota y a sentirte cómodo con ella. Probaste penetrar la línea de tackle por el centro y te diste cuenta que era permeable. Pasaste un par de veces, pero el viento te detuvo. Dejaste que el juego en equipo fluyera y te diste cuenta que podías divertirte y ganar esta final. Pasaste una, dos, tres y hasta cuatro veces. Ya hasta el viento estaba de tu lado. Y todo fue muchos más fácil, los minutos corrían y la diferencia tu favor se hacía inalcanzable.
Afuera, esos nenes que te tienen como ídolo, que se hacen cientos de kilómetros para verte y que esperan con ansias el seven interno para jugar con vos, no dejaban de alentarte. Miraban de reojo a la hinchada rival y se relamían pensando en el desahogo del viaje de vuelta, en la garganta agitada y sin voz, en el delirio que implicaba la vuelta olímpica. Ese club que no sabe de rugby, pero te reconoce importante. Que poco a poco va aprendiendo de tus valores y tu entrega, de tu compromiso y tu alegría, ahora reconoce tu espíritu y tu fortaleza. Que te ve llegar sábado por medio e inundar el vestuario y llenarlo de gloria.
Se iban las jugadas, los tries, el partido. Ganaste. Tu equipo siente el reconocimiento de tanto esfuerzo, tantos viajes, tantos minutos de juego. Ya no te importa el viento, ni el agua, sólo te importa cantar, saltar, y abrazarte con esa máquina a la cual pertenecés. SOS CAMPEÓN REGIONAL. Ni más ni menos.
Dijeron después en la ciudad, que sos parte del primer plantel de rugby de primera división que lograste un título oficial. Y ahora querés ir por el segundo. En 2 semanas. Para festejar de local, con tu gente, en tu club.
Te cerrás la campera y vas caminando rumbo al micro que te regresará a tu casa. No deja de darte vuelta esa sensación inigualable de ser el mejor. Y te viene a la mente una frase que viste por ahí en algún lado (y no recordás donde):
Están los que usan siempre la misma ropa…
Están los que llevan amuletos o se hacen promesas.
Los que imploran mirando al cielo y los que creen en supersticiones.
Y están los que siguen corriendo, cuando las piernas le tiemblan.
Están los que siguen jugando cuando se les acabó el aire.
Los que siguen luchando cuando todo parece perdido.
Ellos están convencidos de que la vida es un desafío en si misma.
Sufren pero no se quejan, saben que el dolor pasa,
el sudor se seca, el cansancio se termina…
Saben que hay algo que nunca desaparecerá:
La satisfacción de lograr un sueño.
Sus cuerpos tienen la misma cantidad de músculos.
Por sus venas corre la misma sangre.
Lo que los hace diferentes es su espíritu
y la determinación para alcanzar la cima.
Una cima a la que no se llega superando a los demás.
Sino superándose a uno mismo.
¡Felicitaciones!